3 mujeres






Una mujer libre es lo contrario de una mujer fácil.
—Simone de Beauvoir

1

Estaba harta de estudiar. ¿Para qué seguir? Para conseguir un trabajo de becaria o ayudante de algún jurista que, en realidad, lo que quiere es mirarme el canalillo por encima de las gafas cuando me ponga camiseta de tirantes. Mucho avance tecnológico, pero el capital erótico sigue cotizando igual que cuando Cleopatra puso al imperio romano a cuatro patas. Ni siquiera es necesario remontarse a la antigüedad para encontrar evidencias de ello. En mi propia familia, sólo tengo que mirar a mi abuelita, la que sabe hacer bailar el mundo a su antojo mientras marca el ritmo con sus esbeltísimas piernas bronceadas en la cubierta del yate del tío Alfredo. Yo quiero ser una profesional como ella.
Una tarde, aproveché que mi madre había ido a la esteticista, y la llamé:
—Jojó, no puedo más—le dije con la voz rota—no quiero seguir estudiando. Quiero ser una mujer de éxito, como tú.
—Andrea, no seas ingenua—dijo con el mismo desinterés con el que comentaba mis cortes de pelo—estudia por que, aunque cambies de carrera, siempre vas a necesitar temas de conversación.
—Ayúdame, por favor. No puedo seguir aquí, encerrada, malgastando mi juventud. Quiero ver mundo, forjarme un futuro.
—Entonces, querida, empieza por relajarte. A ver… el martes vente a desayunar conmigo al Náutico, y que no lo sepa tu madre. ¡Ah! Otra cosa, vístete como una mujer, no como esas veinte añeras clónicas en zapatillas y con las greñas al viento.
—Sí, Jojó ¡hasta el martes!

No la defraudé, me puse un vestido, sandalias, un lazo de satén entretejido en la trenza y fui puntual. Repasamos los candidatos uno a uno: el hijo del hotelero, la heredera de las bodegas, el ex de la duquesita, y hasta el sobrino del tío Alfredo, que era capaz de todo por pasar una hora conmigo. Yo le detestaba, era engreído y tenía los labios gruesos, húmedos, casi babeantes y, en más de una ocasión, lo sorprendí espiándome detrás de las rocas cuando íbamos a la playa en Formentera.
—No se hable más—dijo mi abuela—empiezas con Martín.
—Pero…—no me dejó ni empezar la frase.
—Yo me ocupo de que su tío sepa recompensarte. El fin de semana vente a pasarlo a Torre Mimosa—concluyó.

Torre Mimosa es la finca que el tío Alfredo le regaló a Jojó cuando enviudó y donde ella organiza los veranos más canallas de la costa.
El sábado, después de comer, Martín me invitó a dar un paseo por la playa. Era una buena manera de ir mentalizándome antes de encontrarlo por la noche en mi habitación. Hubo mucha tensión al principio; dar con un tema de conversación fue bastante forzado hasta que el deporte se presentó como la opción que nunca falla y no se le daba nada mal jugar a baloncesto. 
Hasta que ocurrió lo inesperado.
Oímos ruidos, una especie de gemidos entrecortados, rápidos, animalados. Martín, experto en avistar fenómenos silvestres, me tomó de la mano y se puso el dedo índice cruzando los labios en señal de silencio. Bordeamos la cala unos metros, agazapados tras la vegetación hasta que conseguimos un plano completo de la escena.
Primero vimos la cabeza rapada de un hombre sentado sobre una piedra, el torso desnudo con los hombros y el cuello cubiertos con tatuajes de colores que miraba al cielo con los párpados cerrados; entre sus muslos, la cabeza rubia de un jovencito se movía de arriba a abajo, cada vez más rápido, impulsada por las manos llenas de anillos del tatuado que jadeaba desinhibido, ignorando nuestra presencia.
Martín enrojeció, me miró con las pupilas tan dilatadas que apenas se le veía el azul del iris, babeaba un poco, tragó saliva y se mordisqueó los labios antes de balbucear:
—Andrea, tiene que ser ahora.
—¡Aquí?!—atiné a responder, perpleja.
—Ahora. Andrea, te necesito, ahora.
—¡Aquí?!—repetí resignada.
—No digas nada, ven.

Incapaz de dominar su deseo, apenas bajamos a la playa se arrojó sobre mí y con las prisas me rompió la cremallera del pantalón. Yo le dejé hacer. Giré la cabeza y miré al mar. Me fui a navegar mientras él hurgaba entre mis piernas con los dedos huesudos y las uñas un poco largas; era torpe, si levanté un poco la pelvis y le facilité el camino no fue por participar, sino para que terminara lo antes posible. Me pregunté si hacerlo con un primate sería diferente. Me babeó el cuello, la oreja y un poco el pelo. No recuerdo nada más, cuánto duró, si repitió ni cómo volvimos. No había pensado cómo podía sentirme después. No había pensado en el asco, en la culpa ni en el ridículo. Me quedó en la piel una sensación de suciedad que no conseguí quitarme ni con el baño de rosas, aunque peor era la mancha que quemaba mi alma inexperta.
Busqué el consuelo de Jojó antes de la cena. Entré en su habitación y la encontré sentada delante del tocador con el joyero abierto, perfectamente peinada y maquillada, mientras se probaba pendientes y anillos que complementaran su vestido verde esmeralda. Sin desviar la mirada de la imagen sofisticada reflejada en el cristal, me dijo:
—El jueves nos vamos de compras a New York y a la vuelta te vas un mes a París con una amiga, ya he arreglado todo con tu madre. Prepara sólo el equipaje de mano. ¡Ah! Otra cosa. Andrea, no seas melodramática, aburres.•


2

La planta estaba en silencio después de cenar. Los médicos no le prohibieron que se quedara, pero le recomendaron que fuera a dormir a su casa pues el estado nervioso en que se encontraba no iba a favorecer la recuperación de la paciente, inducida al coma después del accidente. 
Entró en la habitación y dejó la puerta abierta. Se sentía desorientada y no sabía qué hacer, si permanecer de pie, sentarse al lado de la cama o abrazarla. Esa mujer empalidecida le seguía inspirando un respeto mayúsculo, incluso en tal estado de fragilidad, entubada, adormecida y sometida a los caprichos de la fortuna.
Se quitó la gabardina, acercó una silla y se sentó. Dejó caer el bolso al suelo sin darse cuenta. Sacudió la cabeza hacia atrás y respiró hondo mientras parpadeaba muy rápido para evitar que las lágrimas saltaran descontroladas. Necesitó apenas unos segundos. Aprender a guardar la compostura fue una de las primeras lecciones que aprendió siendo pequeña y en momentos como este afloraban los resultados de su estricta educación.
Mientras la miraba, se resistía a aceptar la idea de perderla para siempre y quedarse definitivamente huérfana con tantas preguntas sin explicación. No era justo privarla de la paz que anhelaba conciliar desde la infancia. No recordaba un solo día de su vida que no lo hubiera dedicado a tratar de complacer a su madre. Si se había graduado con matrícula de honor fue por ella; cuando le concedieron la beca por ser la mejor pianista de su promoción no pensó en otra cosa que en ella y si se casó con un aristócrata al que dio varios herederos, fue para enorgullecer a su madre, sin embargo, ella nunca celebró sus logros ni le demostró satisfacción.

De pie, al otro lado de la cama, la figura espectral de Jojó, tintada de índigo invisible y totalmente separada de su cuerpo físico, observaba a su hija sin sentir ninguna de las emociones humanas.
¡Qué gran alivio! Ver su propio cuerpo en semejante situación de dependencia la hubiera encolerizado. En cambio, al encontrarse en esa dimensión intermedia, luminosa y acogedora, se sentía libre de toda aflicción, si es que alguna vez tuvo una. Era demasiado pragmática como para caer en sensiblerías; lo contrario de su única hija, cuyos pensamientos podía oír amplificados por el miedo en un tono inquisidor de indiscutible reproche. Su nueva condición le permitió darle una réplica sin concesiones y sin consecuencias, puesto que no podía escucharla: 
"Ahora puedo oír lo que ya había visto en tu mirada. Preguntas, especulaciones, reproches. Te repites. ¿Por qué te prohibí que me llamaras madre? ¿por qué no fui dócil y cariñosa como las otras? ¿por qué te aparté en el internado privándote del calor de una familia? ¿por qué he ocultado a cualquier precio la identidad de tu verdadero padre? ¿por qué?, ¿por qué?...
Los hijos sois unos egoístas que solamente pensáis en vuestras razones, en vuestras cicatrices, en vuestros porqués. Sois unos narcisistas, interesados, voraces, mezquinos, pusilánimes, comodones, aprovechados, ingratos, desdeñosos, olvidadizos, insaciables, exagerados, débiles, incautos, empalagosos, insatisfechos, canijos, torpes, fatuos, injustos, exangües, irreverentes, pánfilos, insolentes y desconsiderados. Si yo fuese hombre estaría justificado y socialmente aprobado, pero una mujer... ¡nunca!. Muy bien, para que dejes de arrastrar como un pelele andrajoso esas cuestiones de una vez, te diré lo que llevas esperando tanto tiempo. Hay solamente una respuesta para todas tus preguntas, breve, elemental: ¿por qué no?"•


3

Cuando se despertó no sabía dónde estaba. Los párpados le pesaban y la cabeza parecía que le iba a estallar. Sintió un sabor metálico en la boca y junto con la sensación de náusea instalada en el estómago reconoció la situación en la que había caído. 
Descartó la intención de abrir los ojos, pues si alguien la estaba vigilando, era mejor que pensara que seguía inconsciente. Agudizó el oído y se concentró en percibir los olores de la estancia para compensar la tos que le cosquilleaba la garganta seca, áspera. Tenía mucha sed pero su cuerpo no la iba a traicionar. Después de tantos años de entrenamiento, interpretar a un cadáver no le suponía ningún esfuerzo.
A su alrededor se imponía el silencio mientras que en un segundo plano se oía una actividad constante, murmullos, ruedas recorriendo un pasillo y notó algo parecido a la luz del día que se filtraba entre sus pestañas. Olía a un desinfectante desconocido, y no había vestigio alguno de la humedad que un día le había helado la piel y tallado la memoria. Se alarmó y automáticamente sus músculos se tensaron. Estaba atrapada en un escenario extraño y no podía recordar nada, excepto un detalle vago. 
Cuando le vio aquella mañana de noviembre, un fuerte dolor en el pecho la dejó sin aire durante unos segundos y le obligó a quitarse la estola de visón que llevaba al cuello; fue un mal presagio, sin embargo, tuvo que recoger su intuición y guardarla en el bolso. Hubiera preferido darse media vuelta y volver a la estación, fingir que su objetivo no se había presentado, pero una golondrina nunca se marcha hasta que llega el invierno. 
Fueron a la misma habitación del balneario en el que se habían conocido y pasaron toda la tarde bebiendo champagne y comiéndose la piel, deshaciéndose uno en la boca del otro hasta sangrar de placer y dolor. Luego, él encendió un cigarrillo, la señal de que habían caído las barreras y se abrían las puertas de la inteligencia. El embajador cometió el error de confesarle saber quién era y cuál su verdadera ocupación. Ella lo desmintió todo y lloró desconsolada con la ayuda de unas gotas de mentol, pero no le dejó más opción que elegir una de entre de las sesenta y nueve maneras de matar a un hombre que había aprendido. Se decidió por la aguja envenenada de su sombrero. Le pareció la forma más rápida, práctica y fácil de ejecutar en la ducha; también le ayudaba a dejar la menor cantidad de huellas posibles aunque no podía hacer que desapareciera el cuerpo. 
Este incidente la precipitó a un riesgo inútil y, quizás, fuera el origen de su actual infortunio. 
¿Dónde diablos se encontraba? ¿La habrían interrogado ya? ¿Habría sido capaz de mantener la boca cerrada a pesar de los procedimientos? Los camaradas presumían de ser más directos que los alemanes y si ya le habían sacado la información que buscaban, su próximo destino sería el Gulag. Tenía que actuar de inmediato, pero ¿cómo podría escapar si no tenía fuerzas ni para levantar los párpados?
Se abrió la puerta y entraron varias personas, posiblemente tres, teniendo en cuenta el sonido de los pasos. A continuación, oyó una voz de hombre con acento francés, que mientras le tomaba el pulso le decía a otra persona:
—Háblele, puede escucharle, pero evite alterarla. Después de doscientos seis días en coma, su corazón está débil y debemos ser prudentes. Les dejo a solas unos minutos.
—No se preocupe, doctor. Yo la cuidaré.—dijo la voz de una joven emocionada, mientras le besaba la mano con ternura.
—¡Jojó, querida, Jojó!—repetía—Sabía que no te marcharías, que no  me dejarías, lo sabía.

Jojó fue saliendo de su asombro como se sale de un tornado. En pocos minutos recuperó la lucidez y una buena parte de su grandeza. Consiguió relajarse y fue abriendo los ojos hasta descubrir el rostro de una mujercita que no podía controlar la alegría de tenerla cerca. 
Se miraron en silencio. Andrea sonreía y lloraba de felicidad mientras apretaba la mano de la abuela contra su mejilla rosada y fresca.
Jojó esbozó media sonrisa y, con un hilo de voz, le dijo con firmeza:
—Llama urgente a mi peluquera.•


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